jueves, 26 de julio de 2012

El Ritual de Baphomet

Ana observaba los muros húmedos y las ventanas tapiadas de la casa abandonada de la familia Vázquez. Aterrada, y con los pies clavados sobre la mata de hierba salvaje que crecía en el jardín, sintió un cosquilleo que la estremeció. El viento hacía chirriar las cadenas de un descolorido columpio que se balanceaba creando una siniestra melodía. La joven recorrió el jardín con la mirada, y entre las hierbas pudo ver una vieja bicicleta oxidada. Ana nunca contó a sus amigos el verdadero motivo de su traslado desde Valencia a Madrid. Ni cómo una extraña presencia atormentó a la familia Elorregui en su antiguo apartamento en el barrio de Salamanca. Ella fue la primera en advertir una figura en los reflejos de las ventanas. También la única que la vio deambular por la vivienda arrastrando las sillas, golpeando las puertas y haciendo volar la vajilla a altas horas de la madrugada. Sensitiva, ese fue el nombre que le asignó a Ana la anciana médium que visitó el apartamento cuando la desesperación de su madre le hizo recurrir a ella. Por aquel entonces Ana era una niñita de cinco años, pero nunca olvidaría a esa mujer vestida de negro, tampoco su rostro fantasmal y sus ojos aterradores, mientras golpeaba con furia las paredes del apartamento con puños de ultratumba. La médium realizó varios rituales con velas en el apartamento, a su vez recitaba extraños fragmentos en una lengua muerta, escritos en un misterioso libro negro. Finalmente aquel espíritu logró su cometido: echar a la familia Elorregui de la que un día había sido casa. Después de aquel episodio, y desde que se mudaron a una casa de nueva construcción en una urbanización privada de la sierra, nunca más volvieron a mencionar el tema. Allí llevaron una vida tranquila, lejos de toda susceptibilidad paranormal… Hasta la terrorífica noche de Halloween que os voy a relatar. Como cada tarde a la misma hora, el autobús del Colegio Católico se detuvo en la parada. Miguel, Pedro y Ana se bajaron del vehículo con rostros sonrientes. El otoño estaba resultando muy frío ese año y todos iban abrigados con parcas de invierno y gorros de lana. El reloj marcaba las seis en punto de la tarde, pronto se abriría paso la noche de Halloween. Los tres amigos caminaban por las desérticas calles de la urbanización privada donde residían, en la Sierra Madrileña. El gélido aire de las montañas agitaba las ramas de los árboles y formaba pequeños remolinos que hacían bailar las hojas secas que se amontonaban sobre el cemento. Los jardines de las viviendas mostraban la decoración especial para esa noche: farolillos de calabaza, espantapájaros, guirnaldas, y siniestras figuras que recordaban a personajes conocidos del cine y la literatura de terror. —¡Me encanta la del zombi! —Exclamó Ana mientras se detenía frente a uno de los jardines decorados. Pedro y Miguel siguieron caminando bajo la luz anaranjada de las farolas. —¡Vamos Ana! ¡Tenemos que llegar a tiempo para hacer los deberes si queremos que nos dejen salir esta noche! —Dijo Miguel. La noche de Halloween era la única noche del año que tenían permiso para salir, y los chicos no querían desaprovechar la oportunidad. —¿Qué tenéis pensado hacer? Mis padres me dejarán salir este año —dijo Ana con la respiración entrecortada cuando alcanzó a los chicos. —No se lo digas, no puede venir —le susurró Miguel a Pedro, y simuló que hablaba de fútbol. Ana frunció el ceño, molesta por la evasiva de sus amigos. —Está bien, al padre Rodolfo le gustará saber que robasteis el último examen de matemáticas —dijo la chica con tono amenazante. Miguel y Pedro se miraron e hicieron un gesto de aprobación cediendo al chantaje de la chica. —Prométenos que guardarás el secreto —espetó Pedro con rostro serio. —Os lo prometo —dijo Ana esbozando una sonrisa. —Vamos a entrar en la casa embrujada —dijo Miguel. —¿La casa embrujada? —Preguntó Ana sorprendida, y temerosa a la vez—. Pero nadie se atreve a entrar allí, y menos por la noche… Pedro y Miguel sonrieron satisfechos, creían que Ana rechazaría la opción de acompañarlos en aquella aventura. En cierto modo, no deseaban que la chica saliera con ellos esa noche. —¿Tienes miedo? —Preguntó Miguel—. Si estás asustada y no quieres venir lo entendemos, no es una noche para chicas. —No estoy asustada. Podéis contar conmigo —Respondió Ana envalentonándose, pues no quería resultar cobarde ante sus amigos. Se detuvieron frente a la casa de Ana, donde su madre todavía decoraba el jardín delantero con farolillos de calabaza y murciélagos de papel que colgaba en largas hileras de las ramas de los árboles. —¿Qué tal chicos? —Preguntó la señora Elorregui sin dejar sus tareas—. ¿Ya tenéis los disfraces preparados para esta noche? —Sí señora —contestó Pedro esbozando una amplia sonrisa—. ¿Y usted ya tiene nuestros caramelos? —Por supuesto. Os los daré cuando vengáis a recoger a Ana. Los chicos asintieron y Ana se despidió de ellos. Entró en su casa con rostro de preocupación, pues esa noche de Halloween se presentaba terrorífica, y ella lo presentía. Ana se encerró en su dormitorio y decidió buscar información en Internet sobre la casa embrujada. Desde que se mudaron a la urbanización había oído muchas historias sobre esa casa que hablaban sobre la tragedia ocurrida allí una noche, hacía treinta años. Según contaba la gente, el señor Vázquez era un importante empresario de la construcción, en apariencia tranquilo, y un vecino muy respetado en ese lugar. Hasta que esa noche asesinó brutalmente a su esposa, a sus dos hijos y a la niñera. Encontraron sus cuerpos desgarrados, acuchillados y desfigurados por completo. Vázquez les había arrancado la piel de sus rostros con la precisión de un cirujano. Nunca más se supo de él, y la policía todavía no ha dado con su paradero. Desde entonces nadie ha vuelto a entrar en la casa embrujada, pues cuentan las historias que una terrible maldición se cierne sobre ella. Sin embargo, aquella noche de Halloween, tres inquietos adolescentes tenían la intención de perturbar la paz contenida de sus muros. El timbre de la casa de los Elorregui sonó a la hora acordada. En el porche delantero Miguel y Pedro aguardaban a Ana, ataviados con sendos disfraces de vampiros. Un momento después la puerta se abrió, ella apareció con una sonrisa forzada y ataviada con un pesado disfraz de Cenicienta. —Muy apropiado —dijo Miguel. —Mi madre me ha obligado, debajo llevó unos tejanos —dijo la chica malhumorada. —Todavía puedes echarte atrás —dijo Pedro esbozando una sonrisa irónica. —No estoy asustada —contestó Ana con firmeza. Los tres amigos caminaron bajo la luz de las farolas. Por el camino se cruzaron con varios grupos de niños disfrazados que llamaban a las casas y pedían el truco o trato para conseguir un buen puñado de dulces y caramelos. Ellos debían hacer lo mismo, lo típico en lo noche de Halloween. Sin embargo, su curiosidad por conocer qué había en el interior de la casa embrujada era demasiado fuerte para perder el tiempo en busca de caramelos. Después de caminar más de un kilómetro por las frías calles de la urbanización, se detuvieron frente a la valla del jardín de la casa embrujada que, envuelta en una misteriosa niebla, parecía esperar impaciente la visita de los niños. En el buzón de correos, oxidado por el paso de los años, todavía se podía leer: Familia Vázquez. Pedro y Miguel miraron hacia ambos lados, y cuando estuvieron seguros de que nadie los observaba, Pedro sacó una cizalla de su mochila para cortar la verja. Un minuto después accedieron al interior del jardín y se quitaron sus disfraces. Frente a ellos se alzaba imponente la casa de muros ennegrecidos por la humedad y con las paredes tapiadas con tablones de madera. A esa corta distancia, el aspecto de la casa era mucho más aterrador. Por un momento Ana se sintió paralizada e incapaz de avanzar. Podía sentir mucho dolor en aquella casa, incluso a varios metros de la puerta de entrada, el horror allí vivido se manifestaba de forma pavorosa. Una sensación de angustia recorrió su cuerpo, y a su mente volvieron los recuerdos de aquella señora vestida de negro. Habían pasado casi diez años, pero todavía recordaba la siniestra figura del fantasma golpeando las paredes del viejo apartamento. —Venga Ana, vuelve a casa, esto no es para ti—dijo Miguel, al ver el rostro descompuesto de la chica. —No seas imbécil Miguel —respondió ella con tono enfadado, ante la persistente burla de sus amigos—. Quiero entrar en la casa embrujada tanto como vosotros. —Bien, pues vamos —asintió Pedro mientras subía la escalera del porche delantero. El muchacho se situó frente a la puerta de entrada y sacó de su mochila una ganzúela. A continuación la introdujo en la cerradura y trasteó con ella hasta que la cerradura cedió. El interior de la casa se encontraba sumido en la oscuridad, sólo unos destellos de luz anaranjada, provenientes de las farolas de la calle, penetraban entre los tablones que tapiaban las ventanas, iluminando tímidamente las estancias. Cuando los jóvenes cruzaron el umbral de la puerta, ésta se cerró de repente y golpeó con estridencia el marco. Ellos se sobresaltaron, pero siguieron adelante. —Habrá sido el viento —comentó Miguel. Pedro asintió, pero el rostro de Ana mostraba inquietud. Una mano fantasmal y sangrienta apareció marcada en la puerta. La chica, consciente de que sólo ella podría estar viéndola, no comentó nada a sus amigos. De pronto, Ana observó a un niño corretear por el recibidor, lloraba con desesperación mientras ascendía por las escaleras hasta la planta superior. —¿Qué ha sido eso? —Preguntó Pedro asustado sin apartar la mirada de las escaleras. —Sólo un crujido, la estructura de madera debe estar muy desgastada —afirmó Miguel. Pero Ana sabía que no era la madera, sino el espectro del pequeño Eloy Vázquez que corría despavorido, huyendo de su padre. Sugestionados por el ambiente sombrío de la casa, caminaron lentamente hasta el salón. Una vez allí observaron cómo los muebles fueron cubiertos con sábanas blancas, que tras varias décadas de olvido adquirieron un color marrón por el polvo acumulado. Pedro pulsó el interruptor de la luz y la lámpara del salón se encendió. —Tenemos luz —dijo el muchacho sonriendo. Miguel tiró de la sábana que cubría la librería y destapó los recuerdos de lo que antaño fue un hogar feliz. Libros, fotografías de la familia sin color, figuras de plata y porcelana, y una pequeña caja de música con un símbolo que el muchacho no puedo evitar abrir. En el interior de la caja encontró una extraña llave ornamentada, parecía muy antigua y presentaba el símbolo de Baphomet gravado en la cabeza. Sin decir nada, Miguel guardó la llave en su bolsillo e hizo un gesto con la cabeza para marcharse de allí. En la cocina no encontraron nada de interés. Salvo Ana, quien no podía apartar la vista de la mesa donde una guapa mujer permanecía sentada. La mujer debía ser Magali Vázquez y sollozaba desconsolada. —Vayamos arriba, aquí no hay nada —dijo Ana, impaciente por abandonar la cocina. Entonces, la mujer se levantó dejando caer la silla hacia atrás, y miró fijamente a los ojos de la chica. —¡Marchaos! ¡Marchaos mientras podáis! —Vociferó con voz de ultratumba. Pedro y Miguel se asustaron cuando la silla golpeó el suelo, pero se rieron de su propio nerviosismo y pensaron que sólo era una silla golpeando la madera del suelo. En cambio, el rostro de Ana había empalidecido por completo y apenas podía articular palabra. Magali Vázquez caminó hasta situarse frente a la joven. —Ya baja —susurró el fantasma—. Viene a matarme y luego acabará con vosotros para completar el ritual. —¡Vámonos! —Gritó Ana con voz aterrada—. ¡Vámonos! Los tres amigos volvieron al recibidor, y Miguel recriminó a la chica su actitud. —Eres una cobarde, no tendrías que haber venido. Ana no prestó atención a las palabras de su amigo, pues sus ojos estaban clavados en la escalera. José Vázquez descendía lentamente, tenía los ojos desorbitados y la ropa cubierta de sangre. En la mano derecha empuñaba un enorme cuchillo de cocina. Cuando pasó junto a ellos, sintieron una extraña sensación de frío, como si la temperatura hubiera descendido varios grados. —Que frío —comentó Pedro, mientras expulsaba una bocanada de aliento escarchado—. Debemos estar a varios grados bajo cero. —No es eso —dijo Ana—. Será que mejor que nos marchemos de aquí. —Venga, dejemos de hablar del tiempo —interrumpió Miguel—. Subamos a la planta de arriba, aquí abajo no hay nada. Ella los siguió, era mejor que quedarse allí sola. La chica lo estaba pasando muy mal con aquellas extrañas visiones, más aún cuando no se atrevía a contarles a los chicos su poder de ver, y de comunicarse con los muertos. Al entrar en la primera habitación, Ana no pudo más y rompió a llorar. Tumbados sobre la cama y bañados en sangre, yacían los cuerpos de Eloy y Amelia Vázquez. Presentaban múltiples puñaladas en el abdomen, habían sido degollados y se encontraban con los músculos de sus caritas al descubierto, pues aquel psicópata les arrancó la piel de sus inocentes rostros. —¿Qué ocurre Ana? —Preguntó Pedro sorprendido ante el llanto de la chica—. Estás demasiado asustada. Miguel, deberíamos marcharnos de aquí. —¡Cobarde, eres una niñata! Ya sabía yo que nos fastidiarías la noche —espetó Miguel enfadado—. Te lo dije Pedro, te lo dije… Pedro, mucho más maduro que Miguel, comprendió que su amiga lo estaba pasando mal, y que sería mejor marcharse de la casa embrujada. El muchacho agarró a Ana del brazo y la condujo hasta las escaleras. La chica parecía conmocionada. De repente Ana se detuvo. —¡No! —Gritó la joven. De la cocina vio salir a José Vázquez, quien arrastraba el cadáver de su esposa por el recibidor y lo trasladaba hacia una pequeña puerta que debía conducir al sótano. Del cuello de Magali brotaba un reguero de sangre que pronto cubrió el pasillo, dejando una horripilante huella a medida que era arrastrada. Entonces José Vázquez se arrodilló frente al cuerpo de su esposa, y con una gran precisión arrancó la piel de su rostro. —¿Qué ocurre Ana? ¿Qué has visto? —Preguntó Pedro, pues intuyó que Ana estaba viendo cosas en aquella casa que ellos no podían ver. Ella señaló la puerta del sótano, que de pronto se abrió y se cerró con fuerza. Miguel bajó corriendo, pero cuando se situó junto a sus amigos, apenas tuvo de tiempo de abrir la boca, porque se desplomó como si alguien o algo le hubiera golpeado de forma contundente. —¡Miguel! —Gritó Pedro—. ¡Ana! ¿Qué está pasando? —Gritó de nuevo el muchacho muy asustado. Pero la chica no reaccionaba. Inmóvil por el pánico, ella pudo ver a una mujer vestida con un uniforme blanco y manchado de sangre. No vio su rostro, sólo era una sombra negra, pero dedujo que debía ser la niñera. La mujer agarró el cuerpo de Miguel y lo arrastró hasta la puerta del sótano. —¡Se lo llevan! ¡Se lo llevan! —Vociferaba una y otra vez Pedro, mientras veía cómo el cuerpo de su amigo era arrastrado por el suelo llevado por fuerzas malignas—. ¡Vámonos de aquí Ana! ¡No quiero morir! La puerta del sótano se abrió por segunda vez, y de nuevo se cerró con un fuerte golpe que hizo rechinar la vieja madera de la casa. Ana miró a Pedro. El muchacho se encontraba aterrorizado, sin embargo ella no parecía dispuesta a marcharse de allí sin ayudar a Miguel. Ana se acercó a la puerta del sótano y giró el pomo. Una vieja escalera de madera cubierta de polvo y telarañas descendía hasta perderse en la oscuridad. Ella comenzó bajar y Pedro la acompañó, aunque mostrando su disconformidad. —Vámonos Ana, vámonos… —susurraba Pedro. —No podemos dejarle aquí, es nuestro amigo. —Nos van a matar, nos van a matar… —repetía Pedro muy asustado. Cuando llegaron al final de las escaleras, Ana palpó la pared en busca del interruptor de la luz. Al fin pudo encontrarlo y lo pulsó, una pequeña bombilla colgada de un cable iluminó el sótano. No había nada. Ni rastro de Miguel, tampoco de los fantasmas de José Vázquez y la niñera. —¿Qué es esto Ana? ¡No veo nada! ¿Dónde está Miguel? —Preguntaba Pedro confuso. Era un sótano amplió, repleto de estanterías y trastos viejos. Botes de pinturas, productos de jardinería, herramientas… Pero ni rastro de Miguel. Aquello no tenía sentido, nada de lo ocurrido en aquella casa tenía sentido. De repente, una de las estanterías cayó al suelo y dejó al descubierto una extraña puerta camuflada en la pared. Entonces, Miguel asomó la cabeza entre un montón de juguetes viejos desparramados en una de las esquinas del sótano. El muchacho se levantó y llevó su mano a la cabeza, como si algo le hubiera golpeado para noquearlo. Ana se percató de que Miguel tenía una mirada diferente, algo parecía haber cambiado en él. —Me duele mucho la cabeza, algo me ha golpeado —comentó Miguel, mientras sus amigos lo miraban desconcertados. —¿Ves algo Ana? —Preguntó Pedro. Ana miró el suelo, el reguero de sangre se perdía tras la extraña puerta, pero la chica decidió ocultarlo. Tras esos muros podía escuchar gritos de sufrimiento, gemidos de dolor que retumbaban en la lejanía de un mundo que era mejor no conocer. —Nada, no veo nada. Vámonos de aquí —dijo ella con prisas por marcharse de la siniestra casa embrujada. Pero Miguel no estaba dispuesto a marcharse de allí sin averiguar qué se ocultaba tras aquella puerta. Los ojos del muchacho parecían desorbitados, una mirada que Ana había visto con anterioridad. El chico sacó del bolsillo la llave que encontró en la caja de música del salón y la introdujo en la cerradura.
—¡No abras Miguel! —Gritó Ana, pero ya era tarde. La puerta se abrió permitiendo el paso a una pequeña sala. Miguel encendió la luz y pudieron ver el horror que se ocultaba tras los muros. Un viejo altar presidía la estancia, era un lugar donde en un pasado se debieron practicar sacrificios satánicos. Alguien había dibujado en el suelo un pentagrama con sangre, se notaba muy antiguo, pero todavía era visible. A un lado se encontraba un montón de ropa y un esqueleto cubierto por telarañas, debía llevar muerto muchos años. Por la ropa y el enorme cuchillo de cocina tirado junto a los huesos de una mano, Ana dedujo que se trataba de los restos de José Vázquez. Sin embargo, lo más horrible estaba a espaldas de los tres amigos. Apoyados en la pared y mirando hacia el altar, encontraron seis maniquíes desnudos. Las caras de cuatro de ellos habían sido cubiertas con las pieles de los rostros de las víctimas. Los otros dos parecían aguardar hasta concluir el ritual que fue interrumpido. La puerta de la sala de sacrificios se cerró repentinamente y Miguel empuñó el cuchillo. Sin tiempo a que Pedro reaccionará, lo degolló ante la mirada aterrada de Ana. Pedro se llevó las manos al cuello, pero Miguel le había seccionado la vena yugular. —Pero… pero… —balbuceó Pedro mientras su cuello regurgitaba sangre con fuerza, el muchacho se desplomó desangrado en un charco. Entonces Miguel dirigió su mirada hacia Ana. La chica pudo ver en los ojos desorbitados de Miguel la mirada asesina de José Vázquez. La chica vestida con el uniforme blanco apareció entre las sombras. Ana no podía ver su rostro, pero no había duda de que se trataba de la niñera. —Hazlo José —le susurró a Miguel al oído—. Hazlo y completa el ritual. Miguel agarró a Ana por el pelo, y ella no pudo defenderse del que había sido su amigo. Poseído por fuerzas arcanas llegadas desde el inframundo, la degolló sin mostrar un ápice de piedad. La sangre de Pedro y Ana cubrió el suelo de la sala de sacrificios, parte de ella fue absorbida por el antiguo pentagrama que brillaba con más fuerza que nunca. Miguel arrancó la piel de los rostros de sus amigos y los colocó en los maniquíes. Fue entonces cuando las siniestras figuras cobraron vida y se abalanzaron sobre Miguel, arrastrándolo con ellos hasta lo más profundo del averno. El cielo se tiñó de rojo y las calles de Madrid olieron a azufre. El ritual había sido completado abriendo las puertas del infierno, y la luz del mundo se apagó dando paso al reino de las tinieblas… Nunca más se supo de los tres adolescentes desaparecidos aquella noche en la Sierra Madrileña, pero donde quiera que estén, estoy seguro de que se arrepienten por haber perturbado la paz de la vieja casa de los Vázquez. Todavía nadie se atreve a entrar allí, aunque son muchos los seres malignos que abandonan cada noche las sombras de su sótano. Tal vez, sólo tal vez, los tres amigos sigan luchando por cerrar la puerta que nunca debieron abrir.